La hondonada

Era un día bellísimo. De los mejores que recuerdo, aunque ya no recuerdo mucho. Así como el brillo del sol borra las estrellas, la intensidad de aquel día diluyó de algún modo todo mi pasado. Además, el tiempo es voraz para la memoria. No estoy seguro de cuánto tiempo llevo sintiendo aquel día.


Dejamos el caballo atado en un monte para no llamar la atención y fuimos, Alicia y yo, al estanque en la hondonada, varias leguas fuera de la estancia. Los hombres de mi padre no llegaban tan lejos, pero era mejor ser precavidos.


El sendero que llevaba al estanque estaba casi desdibujado, lo que me alegró: seguía siendo nuestro sitio. El pastizal se abría a nuestro paso, y se cerraba detrás alejándonos del mundo a cada paso, a cada mirada, a cada sonrisa. Recuerdo especialmente la mano pequeña y húmeda de Alicia durante todo el camino. Eramos, al fin, libres.


Al pie del terraplén, que precede al margen del estanque, nos miramos. Nos percatamos de un silencio tenso. Silencio de cementerio. El olor del campo casi lograba cubrir un hedor lejano. Era olor a carne muerta, de alguna osamenta que nunca está muy lejos en estas pampas. No pude precisarlo, pero también noté la inquietud en los ojos de Alicia. La besé como quien insiste, y repechamos la loma. La visión del estanque nos conmovió. Un espejo oscuro, casi negro, reflejaba el cielo y el sol de la tarde. Lo rodeaba una franja verde coronada por juncos, hasta donde alcanzaba la humedad. El aire dulce prometía la magia de la vez anterior. Alicia, de pronto, brillaba. 


Caminábamos ya barranca abajo cuando unos tordos, en el margen opuesto, volaron espantados, a pesar de nuestro paso sigiloso. Nos perdimos en la espesura. El sendero se volvió fresco entre los juncos; el silencio, más profundo. Pronto llegamos al sitio elegido. Era una plataforma firme, de pasto verde un poco aplastado, pisoteado tal vez.


Tendidos en la hierba, nos besamos presurosamente. Los dos nos ansiábamos. Supongo que dos semanas de añoranza es demasiado para el amor joven. Yo la respetaba, pero esa vez quise ir un poco más allá. Mi mano izquierda se deslizó debajo de sus caderas, y ella me detuvo. La interrupción del beso duró poco, y mi mano volvió a su lugar. El sonido de nuestras bocas fundiéndose una dentro de otra me dió gracia, pero ella se aferró con fuerza a mi, y me dejé llevar. Ahora los dos nos besábamos con los ojos cerrados, entregados al sonido de nuestra respiración, pero una vez más, me detuvo.


—¿Qué pasa?— pregunté.


Pero ella no respondió. Sus ojos crispados miraban barranca arriba, sobre mis hombros, con expresión inmovil, como si yo no existiera.


—Algo se movió— dijo al fin—. Creo que algo se movió.


Me incorporé impostando algún valor.


—Estas son las tierras de don José Manuel de Solís, mi padre— mi voz intentaba ser solemne—. Muéstrese inmediatamente.


Nadie contestó.


—¿Quién anda ahí?— insistí, pero no hubo respuesta.


Alicia empezaba a dudar de su visión, y la vergüenza empezaba a colorearle el rostro, cuando en lo alto de la barranca las hierbas volvieron a alborotarse, y algo se asomó: era apenas un perro.


La calma nos volvió por completo. Era un chucho flaco, de un sucio pelaje gris, con mirada inquieta. No inspiraba el menor respeto. Nuestras sonrisas volvieron a encontrarse, aliviadas. Volví a tenderme a un lado de Alicia. La tarde apenas empezaba para nosotros, pero el perro empezó a ladrar. En vano le grité que se fuera. Se veía cada vez más inquieto alternando entre ladridos y aullidos. Busqué en el suelo a nuestro alrededor y encontré, al fin, una piedra para asustarlo. No llegué a arrojarla cuando los ví: dos perros más rodeaban al primero. Luego otra cabeza surgió a unos cuantos metros. Luego otra. Cuando nos pusimos de pié eran ya siete u ocho que nos miraban desde el borde del barranco, en silencio, excepto por el primero de ellos, que no paraba de ladrar.


Al fin se asomó al filo un perro negro, no mucho más grande que los demás, pero su mirada era distinta: imponía respeto. Pude verlo aunque estaba lejos, casi en el margen opuesto del estanque. Ante su presencia, el primer perro dejó de ladrar, y todos los demás quedaron firmes, mirándonos en silencio, aunque la palabra silencio no alcanza para describir aquella pausa eterna. El mundo parecía haberse detenido en un abismo de miedo donde no volaban las moscas, ni soplaba la más mínima brisa. 


Alcancé a mirar a Alicia a los ojos. Estaba aterrada. “Tranquila” quise decirle, pero no me salió la voz. Fue cuando el perro negro soltó un ladrido aislado, demandando nuestra atención. Nos medía. 


En el acto todos empezaron a ladrar. El pánico desatado volvió todo muy confuso, pero recuerdo los perros saltando hacia el barranco, perdiéndose en la maleza; recuerdo la superficie del agua, impasible; recuerdo el llanto histérico de Alicia y su mano, helada, otra vez apretando la mía, reteniendome cuando atiné a subir por el sendero. Solo me volví hacia ella cuando un golpe la soltó de mi mano, y luego recuerdo sus gritos, terribles, ahogados de horror. Gritaba por mi, en realidad: el primer perro me tenía por el brazo. Se veía más grande ahora. Creo que llegué a darle una patada, y chilló, cuando otro me mordió en el muslo de apoyo. Ese fuego si lo sentí, pero no grité. Le pegué tan fuerte como pude, y al segundo golpe me soltó. No sé por qué intenté alcanzar a Alicia, pero caí al suelo. Sentí, aun lo siento, como un tarascón me sujetaba el tobillo con hueso y todo. Los dientes me trituraban. No llegué a ver cual de los perros era, pero sí recuerdo que en ese momento se hizo presente el líder. Pude ver los ojos grises, oscuros, que la distancia me había sugerido. Era más grande de lo que creía. Me miró un momento esperando una pausa entre mis ademanes y atacó, seguro. Sentí el golpe y redoblaron los gritos de Alicia. El perro me tenía por el cuello y la cara en una mordida enorme. Sentí el sonido de su respiración cubriendo la mía. El olor de la carroña era parte de él. Aún lo siento. Un colmillo entró justo en mi oído. Sentí calor deslizándose por mi cuello. El perro que había podido apartar de mi muslo volvió a morder, exactamente en el mismo lugar. El dolor me forzó a luchar, pero el líder me sacudió demandando sumisión, rompiéndome, aturdiendome,  y yo cedí. Su gruñido, que aún escucho, era un grito: eres carne. Ví sangre en su hocico, y en la hierba. Sentí tronar sus colmillos contra el hueso de mi quijada, contra mis propias muelas inútiles.


Alicia, que había enmudecido, empezó a gritar de nuevo cuando un chorro de sangre profusa brotó sobre mis ojos. La miré para que huyera. Titubeó y salió corriendo, aunque sé que no llegó lejos. Dejé de oír sus gritos pronto, y luego los oí comer.


Dos veces más, el dolor me sacudió, pero pronto todo se oscureció. Creo que logré arrastrarme uno o dos metros hacia el agua, no sé por qué, y aquí mismo quedé, tendido en la oscuridad. Siento, desde entonces, la mordida en el muslo y en el tobillo, en mis caderas, en mi vientre. El fuego no se apaga. Duele, más aún, el grito que no sale de mi boca, como el grito de los muertos cuando los queman.


La bronca duró poco. Algunos años, creo. Luego solo quedaron el dolor, el miedo, la oscuridad, el tiempo laxo. Todo, todos confluyen en un silencio de tumba. Todo late sin fin al ritmo espantoso: canción macabra que baila él, el rey de los muertos, el terrible. Me reconfortan, a veces, la cercanía del agua, y de Alicia. A veces siento que quiere decirme algo, pero el miedo le impide hablar.


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