Pliegues En La Seda

 Al morir, Jorge Ponce sintió que el dolor, lacerante y ya no urgente, se le acomodaba en el pecho, junto con un fuerte calor en el oído izquierdo. En su último momento pudo ver cómo las flores de un viejo lapacho reposaban luego de una ráfaga de viento, como si enmudecieran para verlo morir. Su mirada era una estrofa interrumpida. Mostraba que al final no pudo desprenderse de un manojo de problemas que ya nunca resolvería: dos peones que le debían dinero, la desobediencia de su hija y el caballo mal atado a las cortaderas. Ahora todo se disolvía en el aire. 

La culpa fue de una mata de cardo que entorpeció su pie derecho al esquivar la primera estocada y lo hizo trastabillar y demorar su guardia, dejándolo a merced de su asesino, quién lo embistió con desesperación de náufrago. Ambos cayeron al suelo en un breve forcejeo que Ponce no pudo remediar, y que concluyó con Ávila sujetándole el brazo armado con la mano izquierda y con la derecha encharcada en sangre, empuñando la daga incrustada en su corazón, sumergidos ambos en un silencio dispuesto sólo para ellos.

Desprovisto de arte para el duelo, Ávila entendió lo que estaba en juego antes que el otro, que apenas tanteó el facón en su vaina, que ni siquiera llegó a relumbrar, y en parte estaba defendiéndose, y en parte entendiendo que intentaban matarlo. Es que el encuentro entre ambos no fue naturalmente hostil, e incluso podría decirse que Ávila intentó acercarse humildemente, pero no terminaron de cruzar la primera mirada cuando la violencia se precipitó. Las palabras simplemente no brotaban de su boca, y su reacción fue un reflejo del sobresalto de Ponce. Tal vez fue porque se acercó a espaldas de él, cuando estaba ajustando la montura antes de retomar la marcha. Al sentir una voz y voltear, Ponce no pudo disimular la expresión de espanto por la imagen de Ávila. Su barba de años se entreveraba con su cabello revuelto y sucio, con la forma del viento; su torso desnudo y flaco, maltratado por el sol; el bombachón rasgado y salpicado de lodo, y una aguda hoja oxidada en su diestra, que no tuvo la delicadeza de ocultar. Si bien en su vida pasada las palabras habían sido su último recurso, los últimos dos años le habían erosionado los modales hasta convertirlos en un puñado de instintos y reacciones elementales. Avanzada la mañana, sus ojos conservaban un aire nocturno, de muchas horas sin dormir, y su boca sellada y fría, olvidada, era una tumba sin flores. Hacía dos días y sus noches que sus pies descalzos marchaban a paso fugitivo, huyendo de las tolderías de los pampas, y de tanto mirar para atrás con horror de ser alcanzado, se topó de frente con otro grupo de indios, a caballo algunos y otros a pie. Lo divisaron desde lo alto de una colina, cuando se alejaba del arroyo dónde abrevó. Él los había visto primero, y cuando fue divisado ya corría hacia un monte de matorrales, donde se escondió y fue buscado por más de una hora, con el aliento sigiloso y cargado con el olor húmedo de la hierba, sintiendo en el pecho el retumbar de pasos y gritos cada vez más cercanos, y luego la respiración agitada de un indio sin suerte que estuvo a punto de encontrarlo. Se incorporó detrás de él y lo golpeó con una roca, directo en la nuca, una vez de pie, y una segunda vez tendido en el suelo. Era la primera vez que mataba, aunque la impresión le duró poco. La muerte había ocurrido frecuentemente en sus días recientes entre otros prisioneros. 

Tomó del indio una vieja daga oxidada, tal vez un rezago de los españoles. Supo que cuando los otros encontrasen el cadáver, nunca dejarían de buscarlo. Tenía esos minutos para escapar y lograr la mayor distancia posible, en una llanura con poca agua, y menos refugios. El indio tendido no tenía calzado que salve a Ávila del dolor en los pies, que a veces lo desesperaba más que el hambre. Presa del miedo, y sin tiempo para mejores planes, corrió sobre sus pasos dirigiéndose una vez más al arroyo que ofrecía agua, un camino que seguir y un desnivel suficiente para intentar esconderse. 

Por su parte, Ponce había pasado los dos días anteriores en las afueras de Luján, cerca de Chivilcoy cuidando la modesta chacra del patrón, que vivía en Buenos Aires. Había compartido el fin de semana con su mujer y su hija, disfrutando los placeres de otra clase. Nadar en el estanque del molino, los paseos en sulky, y la última tardecita en la que ocurrió el milagro del asado a la estaca, en el patio bajo el ombú, mientras veían el sol caer entre sus ramas. Hubiera preferido no salir esa mañana al pueblo, pero hacía casi veinte días desde la última vez que había levantado recados. Además la madrugada anterior había caído una lluvia breve y silenciosa apenas suficiente para domar la polvareda del camino, como una advertencia de que si lloviese de nuevo, el barro lo dejaría aislado del pueblo por varios días más. Partió al trotecito al morir la última estrella, con un zaino renegrido, siguiendo la huella simple que salía de la chacra, hasta que hacía una curva y se unía al rastro doble de las carretas que solían pasar por las tardes en dirección al pueblo. La pampa se extendía a la izquierda del camino, brillando en pálido verde entre gotas de rocío que aún no formaba helada, y a la derecha unos plátanos jóvenes entrecortaban la primera luz del amanecer en porciones más o menos iguales. El vapor al respirar delataba el fresco de la mañana. Los pasos del caballo sonaban como un golpe apagado entre el polvo apesadumbrado. Al terminar la fila de árboles se veía una huella que se abría a la derecha del camino y más lejos se mezclaba con el verde de la hierba baja hasta desaparecer, en dirección a un rancho que ya desprendía el humo de los primeros mates. Cuando eso quedó atrás, Ponce se cruzó en el camino con dos peones de la chacra que venían de frente, uno en cada huella del camino. Cuando se acercaron fue él el que se apartó de la huella para darles paso, y saludar.

-Buen día – les dijo. 

-Buen día, Ponce – respondió el más viejo de los dos. 

El otro, hizo un gesto timorato con la cabeza. Alguna vez había sido sorprendido hablando con la hija del capataz. Su nombre sonó extraño en la boca del otro, y Ponce pudo intuir, como una o dos veces anteriores, que a sus espaldas se usaba un apodo inconfesable. Habituado a los sinsabores del mando, no se distraía en esas cuestiones. Levantó la postura y apuró el paso. Los ladridos humeaban aún. Pronto una curva amplia a la derecha y dos leguas de camino recto devoraron las casas. Solamente quedó el camino y la llanura, y las urgencias pertenecían a otro mundo.

Más adelante el suelo se hacía pantanoso donde un arroyo discurría como zanjones y charcos que atravesaban el camino, para volver a unir su cauce del otro lado. Fue un cruce trabajoso para los dos, y hacía ya un tranco que el zaino se estaba haciendo espolear para mantener el paso. Ponce se apeó, y lo llevó al borde del camino, donde enmarañó las riendas livianamente a unas cortaderas, desde donde el animal alcanzaba el agua y la hierba alta. En otros viajes al pueblo, solía detener la marcha en ese mismo punto, atando el caballo a un viejo lapacho, que estaba a unos metros, pero por dos semanas sin lluvias fuertes, había quedado lejos de los charcos. No temía tanto quedar varado si el caballo escapaba, pero si la humillación ante los peones por una torpeza tal. De todos modos, el animal era manso y leal, por lo que lo dejó abrevando y atendió, ahora sí, su propio descanso. Orinó de espaldas al camino y se sentó un momento recostado contra el árbol. Del morral sacó una botella de vino de medio litro que estaba por la mitad. Esa botella lo acompañaba casi todos los días desde mozo. Era de un color verde de brillo apagado por el uso, de cuerpo cuadrado y cuello largo, con el borde de la boca bien marcado, y un corcho que había cambiado varias veces. Le dio un trago corto y la volvió a guardar. El vino era agrio y áspero. Sacó también una galleta de grasa que saboreó sin prisa. Al atardecer estaría en el pueblo. 

Las alimañas volaban rasando y tocando el agua mansa del arroyo, y las ondas circulares sucesivas recorrían la superficie entrecruzádose delicadamente, curiosamente bellas, como pliegues en la seda, avanzando hasta morir en el barro de la orilla. A Ponce se le perdió la línea entre el sueño y la vigilia. Se vio durante un momento en el rancho de su niñez, junto a una laguna en Bragado. Estaba allí junto a la ventana, viendo cómo el agua de la laguna desbordaba y ganaba terreno. La hacienda empezaba a agolparse en lo alto del terraplén dónde estaba el rancho. El agua seguía subiendo y pronto los animales más rezagados estaban chapoteando entre el lodo. El ruido del pisoteo en el barro lo despertó. No sé percató de las ondas en el agua que delataban el andar trabajoso y torpe de Ávila entre los juncos del margen opuesto del arroyo, que al verlo se quedó inmóvil, con el silencio de un depredador, vigilando como volvía en sí, y se incorporaba apoyado sobre sus rodillas, bostezando de pie y frotándose la cara. Luego lo vio inclinarse al suelo para tomar el morral.

-¡Madre mía!- suspiró al levantarse.

Ávila sintió el sabor de las primeras palabras que oía en muchos meses. Su boca ensayó el mismo movimiento en silencio antes de dibujar una sonrisa intima. Cayó en la cuenta de que ya no recordaba la última vez que habló. Se inquietó con la duda de saber si esa habilidad lo asistía aún, pero permaneció en silencio. La robusta figura del capataz con ropa limpia de viaje y olor a pan se le presentaron con la imponencia de un jerarca, y se volvió consciente y pudoroso de su propia miseria. 

Ponce avanzó hacia el caballo, que ya no comía ni bebía. Probó la firmeza de la montura antes de apoyar el pie en el estribo y la sintió casi firme. Ajustó la correa delantera cuando un gruñido incomprensible lo distrajo a sus espaldas.

Resuelta la suerte de Ponce, que ya era uno con el lodo del juncal, Ávila decidía en qué dirección seguirían los pasos del zaino. Al oeste, unos teros volaron alborotados.


Comentarios

Entradas más populares de este blog

El Vuelo Del Estornino

La hondonada