El Vuelo Del Estornino

 Era mediodía en la llanura y el viento golpeaba la marea de hierba seca. El paisaje era invariante, sin más pausas que un monte lejano de eucaliptos y un espinillo solitario en una loma sin hierba. Al pie del árbol yacía un estornino, postrado entre dos raíces apenas suficientes para contenerlo. Había pasado casi un día desde que, en su vuelo con la bandada al atardecer, se desvaneció repentinamente y cayó, reaccionando justo para guiar su caída hacia el espinillo que, si bien evitó una caída directa, lo hirió en la cabeza y el lomo.

Alrededor de una hora aleteó entre la tierra seca intentando levantar vuelo, asustado y colérico, pero solo alcanzó las raíces. Cuando finalmente le dio por mirar al cielo, la bandada ya no acariciaba la luz del poniente, y estaba anocheciendo.

El ave no conocía el crepúsculo en silencio, acostumbrado desde siempre a la estridencia de la bandada que anidaba en los eucaliptos que formaban el monte a dos o tres kilómetros de donde ahora estaba. Allí los árboles se erguían contenidos por la curva de un arroyo. Conocía cada árbol y cada rama de ese monte; sabía incluso el sabor preciso del agua cuando los eucaliptos dejaban caer semillas a fines del otoño; anidaba en la misma rama a la que, una noche, su madre no volvió. Varias veces engendró pichones. No sabía cuántos de ellos volaban a su lado en la bandada cada atardecer, en esa melodía silenciosa que solo interpretan las bandadas de estorninos, ondeando en formas sucesivas, como un fuego de artificio vivo. Lo espontáneo es atributo del arte más bello, y este se presenta tan soberbiamente bello, libre de fundamentos, que el hombre sólo puede anhelarlo.

No escuchaba siquiera un sonido lejano de todo eso; estaba solo, y el frío de la noche se le hacía insoportable. Solo dejó de temblar cuando oyó el paso de un zorro demasiado cerca, siguiendo un rastro que no encontró, y el miedo lo petrificó. Apenas hasta el alba, la luz reanimó al ave. A media mañana ya había olvidado el frío y estuvo presente por algo más de una hora. Una mosca, la primera, lo molestó, pero apenas reaccionaba.

Y así llegó el mediodía, mientras el ave se estremecía perdiendo la conciencia de a ratos y volviendo en sí unas cuantas veces, cuando una descarga de adrenalina lo despabilaba. Antes de las dos de la tarde intentó volar por última vez. Fue cuando el cansancio se volvió un dolor abrumador en el lomo. Dos horas más pasaron, con la resignación amarga de la derrota. Ya no sentía miedo. Su respiración se había vuelto áspera y cada vez menos frecuente. Cerró los ojos un momento, la soledad lo envolvió. Sintió crecer en el pecho un rumor: era el silencio.

Al volver a abrir los ojos, un rayo de sol que lo encandilaba le salpicó unas notas de sombra fugaz. Por reflejo, giró su cabeza, que quedó levemente inclinada hacia el cielo. Un momento después, un cardumen de sombras veloces se deslizó por el suelo, por el lomo del ave y por la corteza del árbol. Resonaban ágiles aleteos, y pronto floreció el piar de la bandada de estorninos en una explosión de formas frenéticas, incontenibles, que se desplegaban frente a la mirada extenuada del que ya no vuela con ellos. 

El exuberante cúmulo de mil sombras se tornó sin capricho en una holgada onda de un látigo que no estalla. De pronto la masa se volvió compacta, ascendió y llovió en picada. Las infinitas siluetas se acumulaban y replegaban. Parecían gravitar. La urgencia de uno era la urgencia de todos, y la horda huía en todas direcciones, para, luego, volver a unirse y ser liebre, manto y bestia.

El caído pudo ver su magia durante varios minutos, incluso después de haber alcanzado su punto más esplendoroso. La masa viva le gritaba, lo envolvía y lo sobrecogía. Sintió que el dolor, que seguía allí, ya no lo tocaba. La resignación ya no sabía a derrota. Inspiró por última vez.

Su vista se fue oscureciendo, pero nunca cerró sus ojos. Siguió contemplando el faraónico espectáculo del que alguna vez había formado parte. La distancia le reveló la belleza.  Supo, de algún modo, que existía algo más que las cosas de siempre. 

Pudo, en su último momento, verse a sí mismo en el vuelo de los otros, y sentir, en sus alas quietas, el viento que otras alas cortaban. Su alma, que antes le había pedido volar, ahora le pedía soltar. El silencio en el pecho se vuelve abismo, y suelta su último suspiro. Todavía duraba la tarde, y la bandada comenzaba a disgregarse. El sol aún reinaba en la roja mesa del ocaso.


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