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La hondonada

Era un día bellísimo. De los mejores que recuerdo, aunque ya no recuerdo mucho. Así como el brillo del sol borra las estrellas, la intensidad de aquel día diluyó de algún modo todo mi pasado. Además, el tiempo es voraz para la memoria. No estoy seguro de cuánto tiempo llevo sintiendo aquel día. Dejamos el caballo atado en un monte para no llamar la atención y fuimos, Alicia y yo, al estanque en la hondonada, varias leguas fuera de la estancia. Los hombres de mi padre no llegaban tan lejos, pero era mejor ser precavidos. El sendero que llevaba al estanque estaba casi desdibujado, lo que me alegró: seguía siendo nuestro sitio. El pastizal se abría a nuestro paso, y se cerraba detrás alejándonos del mundo a cada paso, a cada mirada, a cada sonrisa. Recuerdo especialmente la mano pequeña y húmeda de Alicia durante todo el camino. Eramos, al fin, libres. Al pie del terraplén, que precede al margen del estanque, nos miramos. Nos percatamos de un silencio tenso. Silencio de cementerio. El olo

El Vuelo Del Estornino

 Era mediodía en la llanura y el viento golpeaba la marea de hierba seca. El paisaje era invariante, sin más pausas que un monte lejano de eucaliptos y un espinillo solitario en una loma sin hierba. Al pie del árbol yacía un estornino, postrado entre dos raíces apenas suficientes para contenerlo. Había pasado casi un día desde que, en su vuelo con la bandada al atardecer, se desvaneció repentinamente y cayó, reaccionando justo para guiar su caída hacia el espinillo que, si bien evitó una caída directa, lo hirió en la cabeza y el lomo. Alrededor de una hora aleteó entre la tierra seca intentando levantar vuelo, asustado y colérico, pero solo alcanzó las raíces. Cuando finalmente le dio por mirar al cielo, la bandada ya no acariciaba la luz del poniente, y estaba anocheciendo. El ave no conocía el crepúsculo en silencio, acostumbrado desde siempre a la estridencia de la bandada que anidaba en los eucaliptos que formaban el monte a dos o tres kilómetros de donde ahora estaba. Allí los árb

Pliegues En La Seda

 Al morir, Jorge Ponce sintió que el dolor, lacerante y ya no urgente, se le acomodaba en el pecho, junto con un fuerte calor en el oído izquierdo. En su último momento pudo ver cómo las flores de un viejo lapacho reposaban luego de una ráfaga de viento, como si enmudecieran para verlo morir. Su mirada era una estrofa interrumpida. Mostraba que al final no pudo desprenderse de un manojo de problemas que ya nunca resolvería: dos peones que le debían dinero, la desobediencia de su hija y el caballo mal atado a las cortaderas. Ahora todo se disolvía en el aire.  La culpa fue de una mata de cardo que entorpeció su pie derecho al esquivar la primera estocada y lo hizo trastabillar y demorar su guardia, dejándolo a merced de su asesino, quién lo embistió con desesperación de náufrago. Ambos cayeron al suelo en un breve forcejeo que Ponce no pudo remediar, y que concluyó con Ávila sujetándole el brazo armado con la mano izquierda y con la derecha encharcada en sangre, empuñando la daga incrus